28 de mayo de 2010

Los distintos bicentenarios

Por Ricardo Forster

Infobae.com

26-05-2010



Cada presente resignifica el pasado de acuerdo a sus propias vicisitudes y circunstancias.



Si hiciéramos el ejercicio de situarnos en los años ’90 para dar cuenta de los dos siglos transcurridos como nación, seguramente las conclusiones serían muy diferentes de las que nos ofrece la actualidad.



Otra mirada y otra perspectiva histórica, aquella que nos ofrecía la última parte del siglo XX, atravesada por los prejuicios y por las determinaciones de esa década en la que nuestro país fue dominado de cabo a rabo por los lenguajes neoliberales y en la que predominó un imaginario cultural signado por la fantasía primermundista, el consumismo a cualquier precio y la mercantilizació n de todas las formas de vida.



El sujeto de los ’90, descendiente directo de los horrores de la dictadura y de la desilusión alfonsinista, marcado a fuego por la hiperinflació n y disponible para cualquier aventurero que pudiese alcanzar el poder –como efectivamente lo logró Menem– no hubiera pensado un bicentenario como el que hoy estamos festejando.



Su visión de la realidad, su escala de valores y su imaginario cultural lo colocaban muy lejos de los ideales emancipatorios de aquellas primeras décadas del siglo XIX y mucho más lejos de cualquier perspectiva latinoamericanista. Su ilusión estaba puesta en el mercado global, en el deseo de vivir como en California y en alcanzar el soñado primer mundo, alejándonos definitivamente de la pesadilla sudamericana.



Era el país de las “relaciones carnales” y de la convertibilidad, esa extraordinaria y loca ficción que permitió destruir en una década el ahorro de generaciones de argentinos teniendo como principal promesa los viajes a Miami. Pero también fue la década de una democracia lánguida y de instituciones agusanadas promovidas por muchos de los que en los días actuales se llenan la boca con discursos reclamando calidad institucional y república.




Para gran parte de la sociedad argentina de aquellos años farandulescos, el espejo ideal en el que debíamos mirarnos para recobrar el antiguo esplendor extraviado mientras nos gobernó para nuestra desgracia –así lo repetían sin cesar, el populismo– era uno que nos devolvía las imágenes convergentes del primer centenario, ese de las vacas y las mieces, de los apellidos tradicionales y de la apoteosis liberal expresada por los hombres de la generación del ’80, y los nuevos vientos de la economía global, de la libertad de mercado y del mundo unipolar (¿recordamos, acaso, esos días en los que la voz y la figura del inefable Alvaro Alsogaray era consultado como el oráculo de la economía y presentado como un prohombre de la nación?). Imágenes resplandecientes de una sociedad que se soñaba primermundista del mismo modo que aquella otra de 1910 se imaginó parte inescindible de Europa.



Ese centenario significó reescribir la historia para narrarla de otro modo, borrando, principalmente, las marcas y los recuerdos de aquellas ideas y de aquellos hombres y mujeres que se lanzaron a la gesta independentista teniendo en sus corazones el proyecto de una patria común, de un territorio sudamericano enhebrado por los sueños de Bolívar y San Martín, de Miranda y Artigas. Todo lo que recordase a pueblo fue prolijamente borrado de las nuevas escrituras oficiales.



En cambio, nuestra década menemista se asoció, de modo prostibulario, a lo peor de esa otra Argentina oligárquica que, al menos, había desplegado un proyecto de nación que dejó, entre otras cosas valorables, la ley 1.420 de educación pública, laica y gratuita. Menem y sus acólitos hubieran imaginado un centenario ya no con la infanta Isabel como principal invitada sino con George Bush padre como el homenajeado de turno.



Las calles de Buenos Aires nos muestran, en estos días festivos y populares, una imagen muy distinta de la que todavía proyecta el fantasma de los ’90.



Mientras el discurso oficial repetía las promesas de paraísos artificiales sólo alcanzables al precio de desguazar el Estado y de abrir nuestra economía; mientras los dólares baratos se devoraban los últimos restos de industria nacional y lanzaban a la calle a millones de trabajadores; mientras los presupuestos para educación y salud caían en picada y el neoliberalismo barría las defensas del viejo “bienestarismo” heredado del primer peronismo y en situación de crisis terminal; mientras la banalidad y el cholulismo dominaban la escena cultural; mientras la corrupción y la parálisis de las instituciones de la República expresaban de un modo inusual el grado de decadencia que finalmente estallaría al final de esa década, lo que la sociedad podía vislumbrar de la gesta independentista era algo demasiado borroso y lejano, como si nada hubiera tenido que ver aquel mayo de 1810 con los mayos de los ’90.



La idea de patria había sido suplantada por el shopping center



Ni siquiera quedaba el recuerdo de otro país, más generoso con el débil, más equitativo.



El país construido por la maquinaria comunicacional de los ’90, esa que bajo otras formas sigue expresándose a través de la corporación mediática, encontraba sus voces representativas en Bernardo Neustadt y Mariano Grondona, su ideal giraba alrededor del eslogan más famoso de la época: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”.



Personajes de la rapiña ideológica, exponentes acabados de la ideología neoliberal que vieron en el menemismo al mejor de los realizadores de ese proyecto de devastación que no sólo amenazó con devorarse el presente y el futuro, sino que buscó hacerlo con el pasado.



Porque la manera como construimos el presente determina en grado sumo nuestra lectura y nuestra recepción del pasado. La actualidad argentina es acompañada por otra circunstancia continental y, tal vez, mundial.



En Sudamérica se ha abierto, desde principios de este siglo, una etapa inesperada y anómala que ha iniciado el desmantelamiento del modelo neoliberal de acumulación capitalista. Un aire fresco y revitalizador circula por nuestras naciones.



Desde Bolivia a Ecuador, desde Brasil a Uruguay, desde la Argentina a Paraguay y Venezuela, el Bicentenario busca reencontrarse con los ideales emancipatorios que significan no sólo independencia sino también mayor equidad y justicia para los más débiles.



La hora actual es la de la igualdad y la soberanía



Nuestro Mayo no puede ser equivalente a aquel otro de hace doscientos años.



Hoy, en una Argentina que busca su destino y que brega por salir de la desigualdad de las últimas décadas, la actualización del Mayo libertario adquiere un sentido nuevo y revitalizador.



Tal vez por eso se percibe en estos días festivos que un hilo secreto nos sigue uniendo con aquellos otros días de la independencia y la emancipación. Nosotros, los argentinos de este principio de siglo XXI, deberemos estar a la altura de los desafíos y de las demandas que no han sido saldados a lo largo de nuestra historia.



Nuestro Mayo, vale repetirlo, debería ser el de la reparación y el de la igualdad social, esa que mejora la calidad institucional y que profundiza la trama más íntima de la democracia. Siguiendo ese rumbo quizás alcancemos nuestro destino sudamericano.



* Filósofo

2 de marzo de 2010




MANUEL BALDOMERO UGARTE pertenece a la sacrificada “generación argentina del 900″, es decir, a ese núcleo de intelectuales nacidos entre 1874 y 1882 que conformaban al despuntar el siglo, una brillantísima “juventud dorada”. Sus integrantes eran Leopoldo Lugones, José Ingenieros, Ricardo Rojas, Macedonio Fernández, Alfredo L. Palacios, Alberto Ghiraldo, Manuel Gálvez y el propio Ugarte.

Habían nacido y crecido en ese tan curioso período de transición que cubre el último cuarto de siglo en la Argentina, cuando la vieja provincia latinoamericana parece hundirse para siempre, con sus gauchos y sus caudillos, sus costumbres austeras y su antiguo aroma español, sus sueños heroicos y su fraternidad latinoamericana. En su reemplazo, esos años ven brotar una Argentina cosmopolita, con aires europeizados, cuyo rostro sólo mira al Atlántico, ajena al destino del resto de las provincias hermanas, con una clase dominante derrochadora, de jacqué y galera de felpa, que soslaya el frío de los inviernos marchándose a disfrutar el verano parisino y un aparato cultural que difunde al día las últimas novedades de la cultura europea. Influenciados por esas dos Argentinas, la que parecía morir irremisiblemente y la que reclamaba el futuro con pretenciosa arrogancia, estos poetas, escritores, ensayistas, sufrieron en carne propia el drama del país y sus promisorias inteligencias, en vez de desarrollarse al cobijo de un clima favorable, se desgarraron tironeadas por dos mundos contradictorios. La tarea intelectual no fue entonces fructífera labor creativa, ni menos simple divertimento como en otros núcleos de pensadores, sino un penoso calvario frente al cual sólo cabía hincar la rodilla en tierra abandonando la cruz, trampear a los demás y a sí mismos con maniobras oportunistas o recorrerlo hasta el final costare lo que costare.

Hasta ellos llegaba la tradición democrática y hasta jacobina de un Manuel Dorrego o un Mariano Moreno y también la pueblada tumultuosa de la montonera mientras frente a ellos se alzaban las nuevas ideologías que recorrían Europa atizando el fuego de la Revolución: el socialismo, el anarquismo.

A su vez, detrás, en el pasado inmediato, percibían una nación en germen, una patria caliente que se estaba amasando en las guerras civiles y delante, sólo veían la sombra de los símbolos porque la Patria Grande había sido despedazada y las patrias chicas encadenadas colonialmente a las grandes potencias. La cuestión nacional y la cuestión social se enredaban en una compleja ecuación con que la Historia parecía complacerse en desafiarlos.

Ricardo Rojas clamará entonces por una “Restauración nacionalista”, reivindicará “La Argentinidad” y buscando un vínculo de cohesión latinoamericana se desplazará al callejón sin salida del indigenismo en Eurindia. Una y otra vez las fuerzas dominantes de esa Argentina “granero del mundo” cerrarán el paso a sus ideas y una y otra vez se verá forzado a claudicar, elogiando a Sarmiento -él que de joven se vanagloriaba de su origen federal-, otorgándole sólo contenido moral a la gesta de San Martín -él, en cuyo “país de la selva” estaban vivos aún los ecos de la gran campaña libertadora- para terminar sus días en los bastiones reaccionarios enfrentando al pueblo jubiloso del 17 de Octubre.

Leopoldo Lugones también indagará desesperadamente la suerte de su patria pero, con igual fuerza, intentará enraizar en estas tierras ese socialismo que conmueve a la Europa de la segunda mitad del siglo XIX.

Su militancia juvenil en el Partido Socialista va dirigida a lograr ese entronque: una patria cuya transformación no puede tener otro destino que el socialismo, una ideología socialista cuya única posibilidad de fructificar reside en impregnarse profundamente de las especificidades nacionales. La frustración de esa experiencia lo llevará al liberalismo reaccionario y luego al fascismo (de propagandista del presidente Quintana, liberal pro inglés, a redactor de los discursos del presidente Uriburu, corporativista admirador de los Estados Unidos).

¡Singularmente trágica fue la suerte del pobre Lugones! Fascista y anticlerical, enemigo de la inmigración pero partidario del desarrollo industrial, su suicidio resultó la confesión de que había fracasado en la búsqueda de su “Grande Argentina”. También él, como Ricardo Rojas, desfiló en la vereda antipopular pero, al igual que a éste lo rescatan parcialmente sus mejores libros, a Lugones lo protege del juicio lapidario de la izquierda infantil una obra literaria nacional, la reivindicación del “Martín Fierro”. El libro de los paisajes, los Romances y esa dramática desesperación por encontrar una patria que le habían escamoteado.



También Alberto Ghiraldo -amigo íntimo de Ugarte desde la adolescencia- intentó asumir las nuevas ideas del siglo sin dejar, por eso, de nutrir su literatura en la sangre y la carne de su propio pueblo. Anarquista desde joven, cultivó también los cuentos criollos y en sus obras de teatro reflejó la realidad nacional. También él, como Ugarte, denostó al monstruo devorador de pequeños países en Yanquilandia bárbara, pero las fuerzas a combatir eran tantas y tan poderosas que, en plena edad madura, optó por el exilio. Desde España o desde Chile, Ghiraldo era ya apenas una sombra de aquel joven que tantas esperanzas hacía brotar en el novecientos. Y el poeta que hizo vibrar a una generación con Triunfos nuevos, el implacable crítico de Carne doliente y La tiranía del frac murió solo, pobre y olvidado.

Macedonio Fernández y Manuel Gálvez también compartieron las mismas inquietudes. Después de una juvenil experiencia anárquica, Macedonio se retrajo y si bien no cesó de reivindicar lo nacional en su largo discurrir de décadas en hoteles y pensiones para el reducido grupo de discípulos, el humorismo se convirtió en su coraza contra esa sociedad hostil donde prevalecían los abogados de compañías inglesas y los estancieros entregadores. Su admiración por el obispo Berkeley, en el camino del solipsismo, constituye una respuesta, como el suicidio de Lugones, al orden semicolonial que aherrojó su pensamiento. Gálvez, por su parte, optó por recluirse y crear en silencio. Abandonado el socialismo de su juventud, se aproximó a la Iglesia Católica y encontró en ella el respaldo suficiente para no sucumbir. Se convirtió en uno de sus “Hombres en soledad” y en ese ambiente intelectual árido donde sólo valían los que traducían a Proust o analizaban a Joyce desde todos los costados, Gálvez pudo dar prueba de la posibilidad de una literatura nacional. Si bien mediatizado por la atmósfera cultural en que debía respirar, si bien cayendo a menudo en posiciones aristocratizantes, logró dejar varias novelas y biografías realmente importantes.

También Alfredo Lorenzo Palacios -como Ricardo Rojas- era de extracción federal. Su padre, Aurelio Palacios, había militado en el Partido Blanco uruguayo y era, pues, un hijo de la patria vieja, aquellas de los gauchos levantados en ambas orillas del Plata contra las burguesías comerciales de Montevideo y Buenos Aires tan proclives siempre a abrazarse con los comerciantes ingleses. También Palacios -como Lugones, como Gálvez, como Macedonio, como Ghiraldo- percibió desde joven la atracción de las banderas rojas a cuyo derredor debía nuclearse el proletariado para alcanzar su liberación. No es casualidad por ello que ingresase al Partido Socialista y que allí discutiese en favor de la patria, ni que fuera expulsado por su “nacionalismo criollo”, ni que fundase luego un Partido Socialista “Argentino”, ni que más tarde se convirtiese en el orientador de la Unión Latinoamericana. ¿Cómo no iba a saber el hijo de Aurelio Palacios -antimitrista, amigo de José Hernández y opositor a la Triple Alianza- que la América Latina era una sola patria? ¿Cómo no iba a saber Palacios que el socialismo debía tomar en consideración la cuestión nacional en los “pueblos desamparados” como el nuestro? Sin embargo, aquel joven socialista de ostentoso chaleco rojo de principios de siglo se transformó con el correr de los años en

personaje respetado y aun querido por los grandes popes de la semicolonia, su nombre alternó demasiado con los apellidos permitidos en los grandes matutinos y finalmente, aquel que había iniciado la marcha tras una patria y un ideal socialista, coronó su “carrera” política con el cargo de embajador de uno de los gobiernos más antinacionales y antipopulares que tuvo la Argentina (1956).



Distinta era la extracción de José Ingenieros quien, incluso, no nació en la Argentina sino en Palermo, Italia. Sin embargo, intuyó siempre, aunque de una manera confusa y a veces cayendo en gruesos errores, como el del imperialismo argentino en Sudamérica, que la reivindicación nacional era uno de los problemas claves en nuestra lucha política. El socialismo, a su vez, le venía desde la cuna pues su padre, Salvador Ingenieros, había sido uno de los dirigentes de la I Internacional. Desengañado del socialismo en 1902, Ingenieros abandonó la arena política y se sumergió de lleno en los congresos psiquiátricos, en las salas de hospital, en sus libros. Pero pocos años antes de su temprana muerte entregó sus mejores esfuerzos a la Unión Latinoamericana, a la defensa de la Revolución Mexicana, al asesoramiento al caudillo de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, a quien aconsejaba adoptar un “socialismo nacional” y al elogio de la Revolución Rusa en un teatro de Buenos Aires. Es decir, socialismo y latinoamericanismo. Tampoco Ingenieros vio colmados sus anhelos juveniles, ni los argentinos recibieron todo lo que su inteligencia podía dar. Aquí también las fuerzas predominantes en la superestructura ideológica, montadas sobre el final del siglo y cuya consolidación se expresó simbólicamente en 1904 en la llegada al poder de un abogado de una empresa británica, cortaron el vuelo del pensamiento de Ingenieros, lo embretaron en disciplinas menos peligrosas que la sociología y la política y lo silenciaron resueltamente en su último intento por gritar su verdad, en ese su canto del cisne cuando reivindicaba al unísono la bandera de la Unión Latinoamericana y del Socialismo Revolucionario.

Si se observa con detenimiento, todos estos representantes de la generación del 900, a pesar de las enormes presiones, los silencios y los acorralamientos, han logrado hacerse conocer en la Argentina y en América Latina desde hace años. De un modo u otro, esterilizándolos o deformándolos, tomando sus aspectos más baladíes o resaltando sus obras menos valiosas, han sido incorporados a los libros de enseñanza, los suplementos literarios, las antologías, las bibliotecas públicas, las sociedades de escritores, las aburridas conferencias de los sábados, los anaqueles de cualquier biblioteca con pretensiones. Sólo Manuel Ugarte ha corrido un destino diverso: un silencio total ha rodeado su vida y su obra durante décadas convirtiéndolo en un verdadero “madito”, en alguien absolutamente desconocido para el argentino medianamente culto que ambula por los pasillos de las Facultades. No es casualidad, por supuesto. La causa reside en que, de aquel brillante núcleo intelectual, sólo Ugarte consiguió dar respuesta al enigma con que los desafiaba la historia y fue luego leal a esa verdad hasta su muerte. Sólo él recogió la influencia, nacional-latinoamericana que venía del pasado inmediato y la ensambló con las nuevas ideas socialistas que llegaban de Europa, articulando los dos problemas políticos centrales de la semicolonia Argentina y de toda la América Latina: cuestión social y cuestión nacional. No lo hizo de una manera total, tampoco con una consecuencia nítida, pero a través de toda su vida se continúa, como un hilo de oro, la presencia

viva de esos dos planteos, la fusión de las dos banderas: la reconstrucción de la nación latinoamericana y la liberación social de sus masas trabajadoras. De ahí la singular actualidad del pensamiento de Ugarte y por ende su condena por parte de los grandes poderes defensores del viejo orden. De ahí la utilidad de rescatar su pensamiento creador y analizar detenidamente las formulaciones de este solitario socialista en un país semicolonial -del Tercer Mundo, diríamos hoy- enfrentado ya al problema de la cuestión nacional cuando aún Lenin no ha escrito El imperialismo, etapa superior del capitalismo, ni Trotski ha dado a conocer su teoría de “la revolución permanente”.

En la época en que transcurre la infancia de Manuel Ugarte aún resuenan en la Argentina los ecos de la heroica gesta libertadora y unificadora que encabezaron San Martín y Bolívar, medio siglo atrás.



La lucha común de las ex colonias contra el absolutismo español, cruzándose sus caudillos de una provincia a otra en medio de la batalla, se encuentra aún fresca en las conversaciones de los mayores a cuyo lado se modela el carácter y el pensamiento de la criatura. Más reciente aún, apenas una década atrás, está vivo el recuerdo de Felipe Varela, desde la cordillera de los Andes, convocando a la Unión Americana o la similar proclama insurreccional del entrerriano Ricardo López Jordán exaltando “la indisoluble y santa confraternidad americana”. Asimismo -como para certificar que no sólo los caudillos se consideraban latinoamericanos- ahí no más en el tiempo, Juan B. Alberdi había levantado su voz contra la guerra de la Triple Alianza, juzgándola “guerra civil” y había tomado partido por la causa de los blancos uruguayos, el pueblo paraguayo y los federales argentinos contra la entente de las burguesías portuarias del Plata y el Imperio del Brasil. Además, los hombres del 80, con los cuales dialogará el Ugarte adolescente, son consecuentes con la vieja tradición sanmartiniana: Carlos Guido y Spano, otro defensor del Paraguay destrozado, Eduardo Wilde, cuyo escepticismo no le impide sostener con entusiasmo que hay “que hacer de Sudamérica una sola nación”, José Hernández que designa habitualmente a la Argentina como “esta sección americana” e incluso el propio presidente Julio A. Roca quien, por esa época, da uno de los pocos ejemplos de latinoamericanismo oficial al rechazar las presiones belicistas contra Chile, intercambiar visitas con el presidente del Brasil y lanzar la Doctrina Drago para el conflicto venezolano. Es verdad que también resulta poderosa la influencia antilatinoamericana preconizada por los distintos órganos de difusión de la clase dominante, en especial, la escuela, la historia de Mitre con su odio a Bolívar y los grandes matutinos. Pero el joven Ugarte madura su pensamiento bajo la influencia de esa cultura nacional en germen que asoma ya en el Martín Fierro de José Hernández o en La excursión a los indios ranqueles de su conocido Lucio V. Mansilla, en la vertiente del nacionalismo democrático que tuvo sus exponentes en Moreno, Dorrego, Alberdi y los caudillos federales, especialmente los del noroeste como El Chacho y Varela. Su avidez por aprender, su sed de libros nuevos, de ideas distintas, es satisfecha gradualmente sin romper por eso los lazos con esa Argentina en gestación que recién cuando él ha cumplido cinco años -en 1880- logra realmente su unificación al federalizarse Buenos Aires y convertirse en Capital. Por eso, cuando el joven poeta de 19 años, busca una bandera para su Revista Literaria la encuentra en una convocatoria al acercamiento de todos los jóvenes escritores de América Latina. Su primer paso en la literatura se convierte, pues, en su primera experiencia latinoamericana. José E. Rodó, en el mismo camino, le dirá entonces: “Grabemos como lema de nuestra divisa literaria esta síntesis de nuestra propaganda y nuestra fe: Por la unidad intelectual y moral hispanoamericana”.

Al tiempo que esa experiencia de la Revista Literaria lo acerca al resto de América Latina -colaboran desde Ricardo Palma hasta Rufino Blanco Fombona y desde José Santos Chocano hasta José E. Rodó- lo aleja de la influencia singularmente cosmopolita que va ganando a la mayoría de los jóvenes escritores argentinos. El fracaso de su Revista -resistida por el ambiente de Buenos Aires- resulta, desde el punto de vista latinoamericano, un verdadero triunfo. Y cuando poco después -huyendo de Buenos Aires “porque me faltaba oxígeno”- se instala en Europa, su conciencia latinoamericana se profundiza. “Desde París, ¿cómo hablar de una literatura hondureña o de una literatura costarricense?” pregunta. La lejanía lo acerca entonces y aquella realidad tan enorme que era difícil de divisar de cerca, resulta clara a los ojos, tomando distancia. La vieja broma de que un francés considera a Río de Janeiro capital de la Argentina, adquiere en cierto sentido veracidad porque desde París, las fronteras artificiales se disuelven, las divisiones políticas se esfuman y la Patria Grande va apareciendo como una unidad indiscutible desde Tierra del Fuego hasta el Río Grande. “Urgía interpretar por encima de las divergencias lugareñas, en una síntesis aplicable a todos, la nueva emoción. La distancia borraba las líneas secundarias, destacando lo esencial”.

Cuanto más lejos de la Patria Chica más cerca de la Patria Grande. Quizá entonces analiza cuidadosamente esas influencias recibidas en su niñez y en su adolescencia, confusas y empalidecidas a veces, que su pensamiento no había logrado asimilar como verdades propias y que ahora vienen a reafirmarle su nueva convicción. Si Latinoamérica no es una sola patria, ¿qué significa ese oriental Artigas ejerciendo enorme influencia sobre varias provincias argentinas y teniendo por lugartenientes al entrerriano Ramírez y al santafesino López? Y junto a ellos, ¿qué papel desempeña ese chileno Carrera? ¿Qué sentido tiene entonces la gesta de San Martín al frente de un ejército que ha cortado vínculos de obediencia con el gobierno argentino, llevando como objetivo la independencia del Perú con ayuda chilena? ¿Quién es, pues, ese venezolano Bolívar, que se propone liberar a Cuba, que proyecta derrocar al emperador del Brasil y que lucha además por dar libertad a Ecuador y Perú, al frente de otro ejército latinoamericano en el cual militan soldados y oficiales argentinos? ¿Son acaso traidores a la Argentina José Hernández, Guido y Spano, Juan B. Alberdi, Olegario Andrade, y tantos otros que toman partido por el Paraguay en la Guerra de la Triple Alianza? E incluso, ¿traicionan a la patria, esos pueblos enteros de nuestro noroeste que festejan la derrota argentina de Curupaytí en esa misma guerra?

Sus estudios de sociología e historia le otorgan ya las armas para preguntarse qué es una nación y para plantearse la gran disyuntiva: ¿Cada uno de los pequeños países latinoamericanos puede erigirse en una nación o la nación es la Patria Grande fragmentada a la que hay que reconstruir como tarea esencial? En esos años de fin de siglo el interrogante es formulado una y otra vez y la respuesta va resultando cada vez más satisfactoria, cada vez más sólida, abundante en argumentos ya irrefutables. El mismo idioma, la comunidad de territorio, un mismo origen colonizador, héroes comunes, viejos vínculos económicos ahora debilitados pero que pueden restablecerse, fundamentan su convicción de que la América Latina es una sola patria, convicción que ya no abandonará hasta su muerte. Por eso sostiene en 1901: “A todos éstos países no los separa ningún antagonismo fundamental. Nuestro territorio fraccionado presenta, a pesar de todo, más unidad que muchas naciones de Europa. Entre las dos repúblicas más opuestas de la América Latina hay menos diferencia y menos hostilidad que entre dos provincias de España o dos estados de Austria.

Nuestras divisiones son puramente políticas y por tanto convencionales. Los antagonismos, si los hay, datan apenas de algunos años y más que entre los pueblos son entre los gobiernos. De modo que no habría obstáculos serios para la fraternidad y coordinación de países que marchan por el mismo camino hacia el mismo ideal…

Otras comarcas más opuestas y separadas por el tiempo y las costumbres se han reunido en bloques poderosos y durables. Bastaría recordar como se consumó hace pocos años la unidad de Alemania y de Italia”. Poco tiempo después insiste en otro artículo: “La primera medida de defensa sería el establecimiento de comunicaciones entre los diferentes países de la América Latina. Actualmente los grandes diarios nos dan, día a día, detalles a menudo insignificantes de lo que pasa en París, Londres o Viena y nos dejan, casi siempre, ignorar las evoluciones del espíritu en Quito, Bogotá o Méjico. Entre una noticia sobre la salud del emperador de Austria y otra sobre la renovación del ministerio en Ecuador, nuestro interés real reside naturalmente en la última. Estamos al cabo de la política europea, pero ignoramos el nombre del presidente de Guatemala”… Y este reproche lanzado en 1901 conserva todavía vigencia en 1976, no obstante los pasos que se han dado para consolidar una conciencia latinoamericana.

Ugarte retoma sí el ideal unificador que inspiró a Bolívar la reunión del Congreso de Panamá en 1824, granjeándose desde entonces la furiosa antipatía de los mitristas de Buenos Aires, discípulos del localista Rivadavia que torpedeó aquel Congreso. Mientras los argentinos de la nueva generación abandonan las últimas inquietudes latinoamericanas -sólo Palacios, Ingenieros y algunos pocos mantendrán de uno u otro modo la vieja bandera- Ugarte recuesta su pensamiento y sus esfuerzos en el trabajo paralelo de otros hombres de la Patria Grande que ansían continuar la lucha del libertador: las enseñanzas de Martí, las arengas de Vargas Vila, incluso el mismo Darío que militó en el partido unionista de Nicaragua y muy especialmente, un gran amigo de Ugarte y defensor a ultranza de Bolívar: Rufino Blanco Fombona.



En 1903 ya revela en germen su proyecto de construir una entidad dirigida a estrechar vínculos latinoamericanos en pro de la reconstrucción de la Patria Grande: “Después de lo que vemos y leemos, será difícil que queden todavía gentes pacientes que hablen de la Federación de los Estados Sudamericanos, del ensueño de Bolívar, como de una fantasía revolucionaria. La iniciativa popular puede adelantarse en muchos casos a las autoridades. Nada seria más hermoso que crear bajo el nombre de Liga de la Solidaridad Hispanoamericana o Sociedad Bolívar una vasta agrupación de americanos conscientes que difundiesen la luz de su propaganda por las quince repúblicas. Esa poderosa Liga tendría por objeto debilitar lo que nos separa, robustecer lo que nos une y trabajar sin tregua por el acercamiento de nuestros países. ¿Es imposible acaso realizar ese proyecto?” Once años más tarde constituirá en Buenos Aires la Asociación Latinoamericana que “realizará una intensa actividad durante tres años en favor de la unión de nuestros países. Y al promediar la década del veinte será también presidente honorario de la segunda entidad fundada en Buenos Aires con el mismo propósito: la Unión Latinoamericana.



Norberto Galasso

[Texto gentileza de la Lista Reconquista Popular]

18 de febrero de 2010

La nacionalización de la clase media implica una revolución industrial y cultural

Por Federico Bernal*


Entre la aplicación de la Resolución 125 y su derogación, la estrategia política y mediática del neoliberalismo argentino logró conquistar al gran factor decisor de la contienda: la inmensa mayoría de la clase media rural y urbana del país. Hacia ella apuntaron los cañones del subdesarrollo aprovechándose de su atraso cultural y socioeconómico. Culturalmente, al neoliberalismo le bastó con agitar las banderas del federalismo mitrista por un lado, y de la Argentina agraria como única vía al desarrollo, por el otro. Azuzada por la inminente liquidación de la república, la clase media se calzó el emblema unitario. Aún contra sus propios intereses.

Nuevo medio pelo
A su triste desempeño durante el conflicto por la 125, sobrevino su tristísima postura en los comicios del 28 de julio. De nada sirvió la irrefutable recuperación social y económica experimentada desde el 2003.
La clase media no sólo pasó por alto dichas mejoras sino que las creyó letales a su preservación. ¿Por qué? Como grupo social, los sectores medios se encuentran desfasados de un modelo industrialista, socialmente justo y latinoamericanista. Mientras la estructura productiva del país arranca hacia una economía moderna, la mentalidad de las capas medias se mantiene inmóvil. Una inmovilidad que, conforme aumenta al número de fábricas abiertas, conforme sobrevienen nuevos reclamos salariales y se expande el movimiento obrero, va mutando en temor. Temor a volver a un modelo industrialista, al recuerdo de los descamisados, al autoritarismo infinito y a los oscuros términos “soberanía” y “justicia social”. Industria y obrerismo son para esta clase sinónimos de atraso.



El imaginario colectivo de la vasta mayoría de la clase media cree que nunca estuvimos mejor que durante el modelo agro-exportador.


Mentalidad estancada
A pesar del cambio registrado por la Argentina en el último lustro, las capas medias parecen sentirse extranjeras en el nuevo país que renace, y su mentalidad parece estática. Advierten que su mente está aislada de su cuerpo, porque en esencia, no es la Argentina del trabajo y la producción la que los hace sentirse argentinos, sino más bien la del modelo agro-exportador.
La mentalidad de la clase media argentina ha quedado detenida entre 1860-1930, período al que además reconoce como el del “milagro argentino” (coincidiendo con el comando civil Mariano Grondona). La clase media quedó detenida en el tiempo porque aún no ha sido incorporada, anclada y amarrada a un modelo nacional y popular. Excluida –así se siente– se lanza ciegamente a la defensa de una Argentina granero del mundo.

Conciencia de clase
¿Cómo liberar su mentalidad? ¿Cómo convertir esa “inconsciencia de clase” (como diría Pierre Vilar en estos casos) en “conciencia de clase”? En definitiva, ¿cómo ponerla a tono con la realidad y emparentarla con un verdadero proceso de desarrollo nacional en un contexto social incluyente y ascendente? El comportamiento de los estratos medios rurales y urbanos en torno al conflicto por la 125, permitió ubicar temporalmente el período en el cual su mentalidad se encuentra estacionada.



La clase media se estacionó en una época lejana y ajena a su realización. Trasladarla a una época consustanciada con sus propios intereses destraba su mentalidad y la dota de “conciencia de clase”.


La identificació n a una época (pretérita o presente) genera seguridad y pacifica el espíritu de las personas. Inversamente, un cambio de época genera pavor, confusión e irritación. Proveer a la clase media de una “conciencia de clase popular” no significa otra cosa que su nacionalizació n.

Nacionalizació n
En términos subjetivos, nacionalizar a la clase media implica una revolución cultural. Esto significa desandar el mito de la Argentina granero del mundo y el del falso federalismo imperante. La promulgación de la nueva Ley de Medios ha sido el primer gran paso en estos términos.
En términos objetivos, es imperioso generar una verdadera cultura industrialista. La clase media (y las clases bajas, comenzando por los movimientos sociales) necesitan una revolución industrial, una que conlleve el lanzamiento de un programa masivo y federal para la creación de una vasta red de pequeños y medianos empresarios, vinculados a un proceso productivo de tipo industrial, identificado y cimentado en el desarrollo de un capitalismo nacional con el Estado como actor fundamental en materia inversora, empresaria y planificadora. El lema: “un argentino - una industria” deberá llegar a todos los rincones de la geografía nacional.
Tamaña iniciativa entraña la democratizació n y universalizació n de la industria. Sería un plan en sintonía con la reciente decisión presidencial de otorgar la protección social por hijo menor a 18 años, y con los objetivos manifiestos: “pelear por el trabajo decente, por agregar valor a nuestros productos, a nuestras empresas y al comercio”, tal como destacó la presidenta.

Sociedad para el cambio
No habrá cambio neto de modelo en la Argentina mientras subjetiva y objetivamente no se inserte a la sociedad en dicho proceso.



La sociedad también debe ser considerada como una variable más a modernizar, industrializar y nacionalizar.


Al igual que los recursos naturales estratégicos, la economía, el comercio, el trabajo y el aparato productivo, la sociedad también debe ser considerada como una variable más a modernizar, industrializar y nacionalizar. Nuestro atraso se remonta a la España de la conquista y será difícil que el hombre urbano se vuelque e invierta en industria y producción. El nacimiento de una sociedad moderna e industrial, no identificada con el granero del mundo y aliada al movimiento obrero, marcará el ocaso definitivo de los sectores sociales ligados a una Argentina semicolonial. Esa es la llave de la cuestión nacional. El cambio se habrá hecho invencible.

*Federico Bernal es Director Centro Latinoamericano de Investigaciones Científicas y Técnicas (CLICET). Colabora habitualmente en el diario BAE.

17 de febrero de 2010

LOS ALIADOS POSIBLES Y EL ENEMIGO PRINCIPAL -Por Norberto Galasso *-

Días atrás, se publicaron en este diario notas de opinión de Hugo Barcia y Alcira Argumedo referidas a declaraciones de Pino Solanas donde responsabilizaba por la mortalidad infantil no sólo al Gobierno, sino también a “cómplices, mentores intelectuales, etc.”, entre los cuales se hallaría el grupo Carta Abierta. Alcira no refutó las apreciaciones correctas de Barcia sobre la mortalidad infantil, sino que fundamentó el furibundo antikirchnerismo de Proyecto Sur en siete puntos, entre los cuales los puntos 2, 3, 4 y 6 corresponden a uno solo: la política del Gobierno respecto a los recursos naturales; el punto 1 se refiere al Tren Bala, proyecto que puede considerarse frustrado, el 4 al blanqueo de capitales y el 7 a la prórroga de las licencias a los medios de comunicación. Además, ratificó las críticas de Pino a Carta Abierta. Estas posiciones no son nuevas en Proyecto Sur: en La Nación, Pino ha señalado que “Kirchner es un traidor a la patria e hipotecó el futuro” (29/9/2007), en Perfil sostuvo que “Kirchner continúa a Menem” (20/5/2007) y últimamente calificó a este gobierno de “antinacional y antipopular”. Si esto lo pregonasen Altamira, Ripoll o Alderete, no escribiría estas líneas pues la izquierda abstracta, liberal o antinacional, como se la quiera llamar, se ha especializado, desde Yrigoyen hasta hoy, en ser funcional a la reacción, en nombre del socialismo y sólo la izquierda nacional ha sabido comprender a los movimientos nacionales cabalgando a su lado mientras intentaba mantener su independencia política, ideológica y organizativa, aunque también allí hubo claudicaciones como la de Ramos frente al menemismo. Pero como estas críticas (confundiendo al posible aliado con el enemigo principal) provienen de compañeros con los cuales hemos transitado caminos de lucha, como en el frustrado Proyecto Sur de 2002/03, alguien que pertenece a las bases de Carta Abierta, orienta la Corriente Política E. S. Discépolo y dirige el periódico Señales Populares, se ve obligado, con el dolor que provoca criticar a antiguos compañeros, a intervenir en la polémica.

A las críticas de Alcira, podemos oponer:

1) La avanzada política de derechos humanos del kirchnerismo.

2) La avanzada política latinoamericana que contribuyó a hundir el proyecto del ALCA, que desde el Unasur contribuyó a evitar el golpe de Estado en Bolivia y que ha logrado la simpatía y apoyo de Chávez y Fidel, quienes, según parece, saben algo de imperialismo y cuestión nacional.

3) La depuración de la Corte Suprema de Justicia con la incorporación de figuras de capacidad y conducta incontrovertible.

4) El recupero de los aportes previsionales al tomar las AFJP, dando un fuerte golpe al poder financiero.

5) La reconversión de una economía de especulación por un modelo productivo que permitió una importante disminución de la desocupación y la pobreza.

6) El intento de redistribuir el ingreso a través de la Resolución 125, afectando la renta agraria diferencial, en el mismo sentido que lo hizo Perón en el ‘46 a través de los tipos de cambio selectivos. (En este caso, no vale el argumento de Alcira acerca de la votación de Lozano, pues la AFIP (resolución 1898/2008) inició acción contra las grandes exportadoras por los 1700 millones de pesos evadidos (El Cronista, 22/1/2009). Y aun cuando no lo hubiera hecho, esto obligaba, por lo menos a la abstención y no a ser cobertura de izquierda de la nueva Unidad Democrática que están conformando Carrió, Morales, López Murphy y otros.)

7) El recupero del rol del Estado: en Correos, Aguas, transporte aéreo, astilleros, algunos ramales ferroviarios, proyecto de tomar la fábrica de aviones de Córdoba y el canal Encuentro.

El kirchnerismo es pues todo esto y es también buena parte de lo que dice Alcira, como ocurre normalmente con los movimientos nacionales en gestación, policlasistas, contradictorios, clientelistas, pragmáticos, conciliadores, con “amigos del poder” que hacen negocios. ¿Se lo tenemos que decir nosotros, desde la izquierda nacional, justamente a los peronistas? Diría Jauretche, ¿dónde se ha visto que los hijos enseñen a los padres cómo se hacen los hijos? ¿Qué hubiera hecho Pino cuando Perón se negó a expropiar a la corrupta y recorrupta CADE? ¿Hubiera dicho que era “un gobierno antinacional y antipopular”? Claro, desde la izquierda abstracta es fácil decir, ¿por qué Perón no desarrolló fuertemente la minería?, ¿por qué apenas dio el puntapié inicial con Somisa cuya primera colada es de la época de Frondizi? ¿Y el contrato petrolero con la California? ¿Habría dicho acaso: “¡Qué antinacional y antipopular es este Perón!”? Pino dice en otro artículo: “Perón no estaría hoy en el PJ”. Yo pregunto: ¿era mucho mejor el PJ del ‘54? ¿No había entonces “amigos del poder” que hacían negocios? ¿Quiénes eran Jorge Antonio y Silvio Tricerri? ¿O entonces resulta que Codovilla tenía razón siendo funcional al imperialismo para que sanease a la Argentina emporcada por los “negros peronistas” del ‘45?

Por otra parte, somos ya lechuzas demasiado cascoteadas para entrar en la moralina boba de la Carrió: la corrupción es intrínseca al capitalismo y cuando está la reacción en el poder disimula sus negocios con leyes a su conveniencia; cuando estamos los del pueblo algunos violan esas leyes y hacen sus negocitos. Pregúntenle a Chávez, que sabe de esto, como también de la clase media de Caracas escandalizada moralmente, aunque, igual que la nuestra, evade impuestos con toda naturalidad.

Por momentos me asombro, porque parece que hay que enseñarles peronismo a los peronistas. Ningún gobierno, decía Perón, cumple el 100 por ciento de los objetivos nacionales y populares, porque está el enemigo que también es fuerte. Cuando cumple el 50 por ciento o más ya el balance es favorable. Jauretche le decía a Jorge Del Río cuando se deslizaba a la oposición porque Perón no expropiaba la CADE: “Es importante, sí, pero usted no puede ver la historia por el agujerito de la cerradura de la CADE”.

El balance general es el que interesa. Escuchen esto mis viejos y queridos amigos: “Hay muchos actos, y no de los menos trascendentales por cierto, de la política interna y externa del general Perón que no serían aprobados por el tribunal de las ideas matrices que animaron a mi generación. Pero de allí no tenemos derecho a deducir que la intención fuese menos pura y generosa. En el dinamómetro de la política, esas transigencias miden los grados de coacción de todo orden con que actúan las fuerzas extranjeras en el amparo de sus intereses y de su conveniencia. No debemos olvidar en ningún momento –cualesquiera sean las diferencias de apreciación– que las opciones que nos ofrece la vida política argentina son limitadas. No se trata de optar entre el general Perón y el arcángel San Miguel. Se trata de optar entre el general Perón y Federico Pinedo. Todo lo que socava a Perón, fortalece a Pinedo, en cuanto él simboliza un régimen político y económico de oprobio y un modo de pensar ajeno y opuesto al pensamiento del país” (1947). No hace falta que te diga a vos, Pino, que hiciste recientemente una película sobre “los hombres que están solos y esperan”, que el autor es Raúl Scalabrini Ortiz. Por eso, como decía Jacques Prevert, es muy peligroso dejar que los intelectuales jueguen con fósforos porque, retomando a Jauretche, combatir lo bueno (“desgastando”, creando “clima destituyente”) puede significar que en vez de lograr lo mejor, sirvamos para que vuelva lo malo.

En esta Argentina de hoy hay que luchar para profundizar este proceso, cabalgándole al lado, marcando críticas, proponiendo soluciones superadoras, empujando, pero no atacando desde enfrente, presionando para que fracase, porque la única opción que hay hoy la conocemos y viene de lejos: Bullrich Luro Pueyrredón, Pinedo, Estensoro, López Murphy, Grondona, Anchorena, los grandes pulpos mediáticos... y el Tío Sam.

Por esta razón, Proyecto Sur debería sumarse a Carta Abierta en vez de arrojarle críticas y trabajar desde allí, para incorporar a la lucha a los sectores populares, para movilizar, exigiendo al Gobierno que profundice lo realizado, porque –y vuelvo a decir, me da vergüenza explicarlo a compañeros de larga militancia– aquí hay una cuestión nacional argentina y latinoamericana por resolver. Y estamos frente a una oportunidad como nunca tuvimos antes. Lo saben Fidel, Chávez, Evo, Correa y muchos otros y lo intuyen los pueblos. Quienes socaven este proceso –con planteos que desconocen la correlación de fuerzas existente– asumen una grave responsabilidad si se frustra esta gran oportunidad para ir dando pasos hacia una América latina unida y soberana, marchando en el camino del socialismo del siglo XXI.

* Historiador y ensayista.

1 de febrero de 2010

Salud en un país socialista

En el contexto socialista, la Salud se caracteriza por su orientación hacia la protección del colectivo, por la comprensión del fenómeno de construcción, como bien social con el objetivo claramente definido de integrarse a la ley fundamental de ofrecer la satisfacción de las necesidades materiales y culturales de la población.
Se parte de principios generales, sencillos que son negados u olvidados en los estados capitalistas y en las dependientes que no lograron superar las ideas neo-conservadoras.
Los resultados obtenidos por Cuba, un país americano que se declaró socialista hace 50 años, se lograron porque el Estado se responsabilizó por la salud de todos y cada uno de sus ciudadanos, poniendo a su alcance servicios de salud gratuita, con un carácter integral, preventivo y curativo. Los servicios son planificados e integrados al Plan de Desarrollo Económico y Social del país y se nutren del desarrollo técnico y científico de sus casas de estudio.
La diferencia esencial parte de eliminar el carácter de mercancía que el capitalismo le asigna a las enfermedades y a su tratamiento, y de operar sobre la calidad de vida y la conciencia participativa de la población en la mejora de su calidad de vida.
Se opera bajo una definición que plantea "salud es una categoría biológica y social que existe en unidad dialéctica con enfermedad, resultante de la interrelación dinámica entre el individuo y su medio y que se expresa por un estado de bienestar físico, mental y social y esta condicionado por cada momento histórico del desarrollo social”.
Se puede demostrar que una mejor política de Salud basada en un Estado responsable y con la participación activa de la comunidad organizada, es el camino. Buscando demostrarlo analizamos indicadores de Salud de alta sensibilidad. Ellos no expresan en forma positiva la existencia de Salud, sino que lo hacen al expresar las consecuencias de su falta.
Posiblemente el más sensible de ellos sea la mortalidad de menores de un año, y para ello medimos cuantos nacidos vivos en un determinado periodo (un año) mueren.
Seleccionamos 7 países de habla hispana de los cuales 6 administran con distintos grados de adhesión al liberalismo económico sus jurisdicciones, algunos tratando de cambiar su filosofía política, otros titubeantes pero compelidos por sus pueblos y el séptimo decididamente en marcha con una visión socialista.
Adoptamos el criterio de usar información universalmente aceptada como confiable, proveniente de informes de la Oficina Panamericana de Salud.
Se usó información sobre el promedio de defunciones de menores de 1 año y de sus tasas en el periodo 2001 / 03 según se expresa en el siguiente cuadro:
Cuadro I.a.
Promedio anual de defunciones y tasas observadas en el periodo 2001/03 en Argentina, Chile, Costa Rica, Cuba, México, Uruguay y Venezuela
PAIS TASA MORTALIDAD PROMEDIO DEFUNCIONES MENORES 1 AÑO
Argentina 16,56 34.268
Chile 8,42 6.058
Costa Rica 14,09 3.094
Cuba 5,43 1.141
México 30,76 60.004
Uruguay 17,80 2.238
Venezuela 17,86 27.954





De la observación de estos datos nos intereso preguntarnos cuantos fallecimientos se podrían haber evitado aplicando las políticas de salud que se expresan en la tasa cubana y obtuvimos estos resultados:
Cuadro I.b.
Expectativa de fallecimientos de menores de 1 año aplicando tasa cubana y diferencias favorables emergentes de su aplicación a cada país.-

PAIS N° DEFUNCIONES DEFUNCIONES SEGÚN TASA CUBANA DIFERENCIA
Argentina 34.268 11.223 23.045
Chile 6.058 3.907 2.151
Costa Rica 3.094 1.192 1.902
México 60.004 10.592 49.412
Uruguay 2.238 683 1.555
Venezuela 27.954 8.499 19.455


Nos queda una sola pregunta: ¿qué le pasaría a Cuba si hubiese renunciado a su política de salud y hubiese adoptado una política similar al resto de los países observados y que podría expresarse en una tasa promedio de 17,58 por mil, en este caso sus 1.141 defunciones se convertirían en 3.718, lo que implicaría triplicar su número de defunciones y por lo tanto el dolor de sus madres?
Aquí también cabe mencionar la ayuda solidaria que este país envía ante la cruel realidad sufrida en Haití, un pueblo devastado por el fenómeno de la naturaleza, con una historia de pobreza y esclavitud desde la llegada de los conquistadores, al que Cuba aporta desde antes del desastre médicos y personal sanitario.