21 de enero de 2010

El apocalipsis pudo esperar

El año 2009 se ha retirado sin cumplir las promesas apocalípticas que,
según los diferentes augures y profetas que pululan en ciertos ámbitos
de la oposición política, entre los economistas de las principales
consultoras y en algunos medios de comunicación, debían derramarse
sobre el cuerpo y el alma de los argentinos. Los vaticinios eran
tremendistas y anunciaban, entre otras cosas, un dólar altísimo, una
economía atacada irreversiblemente por el virus de la recesión,
aislamiento internacional, default, cosechas paupérrimas, importación
de carne, colapso de la industria lechera, desaparición del trigo,
desocupación masiva, protestas sociales transformadas en polvorines
prontos a estallar ante la menor señal, violencia urbana capaz de
convertir las calles de las grandes ciudades en lo más parecido al
infierno de Dante que se pueda reconstruir en estas geografías
sureñas. Imágenes de la bancarrota y de la catástrofe que se
encargaron de repetir infinidad de veces muchos de los más preclaros e
independientes periodistas que suelen copiarse los unos a los otros en
el afán de transformar sus vaticinios en el pan cotidiano de la mesa
de los argentinos. Si viviésemos nuestras vidas de acuerdo con el
relato de los augures de la catástrofe y no como expresión de lo
realmente vivido, hace tiempo que el país se hubiera convertido en un
gigantesco campo de batalla repleto de cadáveres y asolado por todas
las pestes imaginables. Hacer el ejercicio de mirar alrededor, de
recobrar, aunque sea por un instante, la cordura que nace del vínculo
entre lo que decimos que nos pasa y lo que efectivamente nos acontece,
nos restituiría una dimensión completamente distinta del país en el
que habitamos, un país que poco o nada tiene que ver con el gran
relato que se vierte día tras día desde la corporación mediática y que
se fabrica en el interior de las usinas del establishment económico y
político.

Transcurrido el año del Armagedón, sorteados los ríos de lava que
descenderían sobre la Sodoma y la Gomorra kirchnerista, acontecido el
cruce del Rubicón que significaba el recambio parlamentario del 10 de
diciembre, todo estaría disponible para la decadencia irremediable de
aquello que se inauguró en el 2003 y se revalidó a finales del 2007.
Argentina, así lo anunciaban, estaba preparándose para abandonar la
lógica de la confrontación, el clientelismo populista sostenido sobre
los choripanes, el revanchismo de los setentistas, sus escandalosas e
impresentables “formas” políticas alejadas de las genuinas “maneras
republicanas” y el uso discrecional de la chequera oficialista. Claro
que antes de alcanzar la orilla republicana, esa que tanto añoran
nuestros defensores del establishment, seríamos lamentables testigos
de la furia desatada sobre nuestras calles, furia que nos
retrotraería, así lo decían sin sonrojarse, a diciembre de 2001.
Anunciaban y esperaban la catástrofe; se frotaban las manos y se
relamían en sus reuniones de conspiradores ante las señales del fin de
los tiempos. Imaginaban entrar en el año del Bicentenario en
condiciones de mirarse en el espejo de esa otra Argentina del primer
centenario, la del país agroexportador, granero del mundo y rectamente
gobernado por los preclaros representantes del poder económico.

Y sin embargo nada de eso sucedió. No habitamos el mejor de los
mundos, no hemos resuelto algunos de los problemas más graves y
acuciantes que atribulan a las mayorías (en especial seguimos
prisioneros de un orden económico que profundiza la desigualdad
social), pero estamos lejos de ese escenario de locura infernal que
proyectaban los apasionados defensores de la restauración
conservadora. Hubo, en el medio, una dura derrota electoral que
presagiaba el derrumbe del gobierno y que se transformó, para sorpresa
y horror de los críticos termidorianos, en un nuevo punto de partida,
en una suerte de relanzamiento de lo más interesante y significativo
que trajo al escenario argentino la presidencia de Cristina Fernández.
Junio no fue, como parecía, el principio del fin, sino la búsqueda de
otros horizontes, esos que se reencontraron con algunas de las
decisiones más significativas y revulsivas del 2008 (por ejemplo, las
medidas que nacieron después del voto no positivo de Cobos y que,
entre otras cosas, alumbraron la reestatizació n de las AFJP, la
movilidad jubilatoria y la nacionalizació n de Aerolíneas Argentinas).
Una derrota que conmovió al kirchnerismo y que le hizo recobrar su
capacidad de respuesta ante las coyunturas difíciles. Algunas de esas
respuestas constituyen, por sí solas, acontecimientos mayúsculos para
el derrotero de la democracia. El principal de ellos fue la aprobación
de la ley de servicios audiovisuales, después de uno de los debates
más intensos, interesantes y plurales que recuerda la Argentina en
relación con un proyecto de ley. Una victoria doble: contra la
herencia nefasta de la dictadura y contra las “mejoras” realizadas
durante los noventa por el menemismo en beneficio de las grandes
corporaciones mediáticas que condujeron hacia la más colosal
estructura monopólica del espacio comunicacional. Otra de las
respuestas material y simbólicamente claves, de esas que marcan un
rumbo y señalan un itinerario claramente diferenciado de la lógica
desplegada entre nosotros por la cultura neoliberal, fue la decisión
presidencial de implementar la asignación universal para todos los
niños de padres desocupados o con trabajos informales, medida que
ataca directamente el núcleo duro de la pobreza y constituye una
acción justa, reparadora e históricamente relevante, al menos en
parte, para los sectores más postergados y sufridos.

La derrota electoral en la provincia de Buenos Aires puede ser
interpretada como una oportunidad para revisar críticamente los
motivos y los errores que llevaron a que un personaje como De Narváez
se alzara con el triunfo, no sólo conquistando ampliamente a los
sectores altos y medios, sino, más grave y preocupante, penetrando con
su discurso pergeñado por publicistas y potenciado por la estética
tinellista, en los sectores populares. Quedó claro que la pejotización
terminó por perjudicar a Kirchner, que pagó el precio de abandonar una
de sus ideas constitutivas, aquella de la transversalidad y de los
frentes capaces de incluir a diversos actores del campo popular. Quedó
claro que no alcanza con llevar a los intendentes a la cabeza de las
listas, que las candidaturas testimoniales horadaron prestigio y
proyecto mientras quedó diluido el núcleo fundamental de lo que
debería ser un proyecto de genuina profundizació n de los cambios.
Quedó claro que en los territorios calientes del Gran Buenos Aires,
allí donde se sigue amasando la pobreza y la miseria, el kirchnerismo
no supo o no quiso encontrar los modos directos de la interpelación
que se correspondiesen con acciones reparadoras visibles, como si no
hubiera sido capaz de abandonar la forma superestructural y aparatista
de la política para reconstruir base de sustentación popular de un
gobierno que la necesita y mucho si quiere enfrentar con alguna
posibilidad el avance de la derecha restauracionista. Junio sirvió
para no cometer los mismos errores, para aprender de una derrota que,
leída desde esta perspectiva, incluso puede acabar convirtiéndose en
una oportunidad de cara a los desafíos que se abren de ahora en más y
teniendo como horizonte la puja electoral del 2011. Entre otras cosas
no menores, los resultados electorales de Junio ponen en evidencia que
al kirchnerismo sólo le puede quedar bien el traje de aquello que por
no encontrar una definición más atinada denominamos el
centroizquierda; un traje que exige generosidad política y garantías
de estar siguiendo un rumbo que vaya en dirección a la profundizació n
de aquellas medidas capaces de reducir la brecha de la desigualdad, de
abrir los canales de participación popular, de democratizar más y
mejor la gestión de gobierno, de ofrecer claras señales respecto al
cuidado del medio ambiente y a la efectiva puesta de límites a los
diversos tipos de explotación de las riquezas naturales del país, de
cambiar, como se hizo con la ley de medios, la legislación que
mantiene el privilegio, donado por la dictadura, de los grandes
negocios financieros, unido esto a una indispensable reforma
impositiva. Acciones, todas, destinadas, insisto, a marcar un rumbo, a
darle visibilidad a un proyecto de país capaz de recrear una cierta
mística política de clara matriz democrática y popular. Reconquistar
apoyo social, incluyendo la indispensable interpelación de ciertos
sectores medios que hoy rechazan al Gobierno, supone un esfuerzo de
renovación de prácticas y de lenguajes políticos, del mismo modo que
también exige posicionamientos claros y directos contra las formas
visibles de corrupción estatal, tanto la heredada como la que se
desplegó en los últimos años. Sin querer transformar la cuestión de la
corrupción en un eje central (lo que suele hacer el discurso del
establishment y de las políticas restauradoras de matriz neoliberal),
sí es necesario dar señales contundentes de saneamiento de las
prácticas públicas y estatales. No se trata, por supuesto, de lavarle
la cara al kirchnerismo y volverlo “presentable” para la buena
sociedad, que ya no quiere conflictos ni crispaciones; su lugar
original en el presente argentino es haber logrado reintroducir la
política y, en no menor medida, haber logrado escandalizar a aquellos
poderes que creían ser los dueños definitivos del pasado, del presente
y del futuro.

El 2009 también puso en evidencia, por si alguien no lo supiera o se
hiciera el distraído, qué tipo de gestión puede llevar adelante la
derecha. El macrismo en la ciudad de Buenos Aires ofreció toda una
batería de brutalidades, ineficiencias y decisiones desatinadas que
tuvieron sus dos puntos culminantes en, primero, el bochorno del Fino
Palacios como el primer jefe de una policía que antes siquiera de ser
puesta en funciones termina con su cuerpo entre las cuatro paredes de
una celda, a la que probablemente le siga el segundo jefe nombrado por
Macri al que tuvo que destituir por las escuchas ilegales; para luego
rematar su “audaz” gestión con el fallido nombramiento de Abel Posse
al frente del Ministerio de Educación, convirtiéndolo en el ministro
que menos tiempo estuvo en el cargo y que tuvo que abandonarlo después
de lanzar una serie de ideas de un reaccionarismo ultramontano. Lo que
se cayó fue la máscara de una derecha light, signada por las estéticas
posmodernas y las retóricas políticamente correctas. Lo que se puso en
evidencia es, por un lado, sus límites y su incapacidad, y, por el
otro lado, la matriz reaccionaria que se guarda en su interior, esa
que asumió los rostros impresentables del comisario preso y del
escritor ultraautoritario. El macrismo anticipó, lo haya querido o no,
lo que puede llegar a ser un gobierno de la derecha, ese escenario
posible si en el 2011 las fuerzas democráticas, populares y
progresistas no logran comprender lo que verdaderamente está en juego
en la Argentina de hoy.

Muchas otras cosas sucedieron en el 2009, pero lo que quedó
definitivamente claro es que los augures y profetas, los anunciadores
berretas del apocalipsis, fracasaron en todos sus pronósticos. El
Gobierno tiene grandes desafíos por delante y será permanentemente
puesto a prueba allí donde no logre dar señales claras de hacia dónde
y con quiénes intenta ir. En este sentido, el 2010 puede ser un año
más que significativo para ir delineando hacia dónde rumbeará el país
en los próximos tiempos. Aprender del 2009 significa, entre otras
cosas, abrirse con generosidad hacia nuevas formas de construcción
política, esas que sean capaces de salir a pelearle a la derecha
apelando a lo mejor de las tradiciones populares y progresistas.
Veremos, entonces, qué se aprendió de un año tan decisivo, complejo e
intenso como lo fue el que acabamos de abandonar.

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